Milton Martínez
A los ciegos, sordos y mudos de Sonora nadie los ve, los escuchan o les hablan
Esto que les voy a contar me ocurrió apenas a mitad de semana y si no lo hubiera vivido, me sería difícil de creerlo o ser consciente de la desatención gubernamental a los discapacitados en Sonora.
Apenas se había ocultado el sol la tarde-noche del martes cuando a la entrada del callejón donde vivo una chica había sufrido una experiencia difícil de olvidar.
La joven, que hoy sé que se llama Velia Yulissa, de apenas 26 años de edad, había ido a la tiendita de la esquina a comprar algunas cositas para la cena.
Como es normal en esta temporada de verano, salió a la calle en sandalias. Nada hasta aquí les parece extraordinario, pero lo que voy a relatar a continuación dará un giro a esta historia.
Velia Yulissa caminaba tranquilamente por el frente del callejón donde vivo hasta que el veneno de un insecto casi le arranca la vida.
Lo presencié casi todo. Justo cuando Velia Yulissa fue alcanzada por el bicho me acerqué a ayudar.
De inmediato encendí la luz de mi celular para ver el camino por donde había pasado Velia Yulissa, porque ella se quejaba de un ataque en la planta de su pie izquierdo.
Los pocos vecinos del barrio nos aprestamos a ayudar, pero su acompañante se veía molesto o indispuesto con quienes nos acercamos.
Entendí rápido el mensaje, me hice innecesario para cualquier búsqueda y rescate, de lo que entre todos habíamos empezado a buscar.
Mi primera idea fue que se trataba de un vidrio que la había cortado porque la joven se quejaba mucho, pero no externaba qué le había causado el malestar.
No entendí nada, sólo que mi presencia y la de los demás era innecesaria.
Seguí mi camino a la panadería del barrio. No es por presumir pero ahí con ‘Doña Raquel’, en la indómita colonia Buenos Aires, de Nogales, se hornean exquisiteces.
Compré lo necesario para las viandas nocturnas de aquel martes y cuál fue mi sorpresa que la joven seguía allí, sentada en la banqueta de la calle.
Tenía el rostro marcado de tantas lágrimas derramadas y una vecina le acercaba un vaso para que se bebiera una pastilla que la aliviara de su mal.
En lo que fui y regresé a la panadería del barrio, quienes la auxiliaban -que no eran más de tres personas- habían deducido que la ponzoña de un alacrán le alcanzó la planta del pie.
Los estimados lectores que han sido víctimas de un alacrán saben cómo el tóxico de la ponzoña se vuelve como un cuchillo de sierra, que parece rasgar la zona donde se inoculó el veneno.
Unos minutos más tarde, empieza el entumecimiento, se siente cómo avanza el dolor de la picadura; las coyunturas cercanas se sensibilizan y las fuertes punzadas no cesan por horas.
También producen los efectos de taquicardia, dificultad respiratoria, salivación, lagrimeo y temblores, entre otros.
En casos graves pueden presentarse vómitos, diarrea y alteraciones cardíacas.
Estos últimos síntomas fueron los que experimentó Velia Yulissa. Fue entonces que intenté hablar con ella para saber de propia voz su sentir.
Justo en este momento todo se complicó. Velia Yulissa padece discapacidad permanente auditiva.
Sí. Por eso no supe nada de ella la primera vez que me acerqué. Y a la persona, que parecía su pareja, y yo creí adusto, pues tampoco él podía hablar. Son una pareja de sordomudos
Esto que recién les relato, es apenas una larga cadena de sucesos en todo lo que estuvo mal en el caso de Velia Yulissa.
Créanme, no exagero. Estar allí junto a ella y a una vecina de nombre Lulú, fue una experiencia de tanta impotencia como de rabia contra las autoridades.
Bueno, acelero el orden de los hechos porque si no podría escribir muchas columnas periodísticas de esta tragedia de la vida real.
Velia Yulisa empezó a no poderse mantener sentada y su cuerpo anhelaba entregarse a la fuerza de gravedad.
Lulú le había suministrado una pastilla, pero no había sido suficiente. La joven empezó a sangrar por la nariz. Tenía el rostro surcado de lágrimas y se asomaban los primeros intentos de volver el estómago.
Quienes estábamos allí presentes queríamos comunicarnos con ella, pero nos era casi imposible. Lo intentamos todo, hasta escribirle en un teléfono para que lo leyera, pero ella estaba demasiado afectada por la picadura.
Entendió -no sé cómo- que le hablamos a la Cruz Roja y nos hizo entender que no quería ir allí.
Claro, le preocupaba su familia en casa, sus pequeños y lo agobiante que es ser llevado en ambulancia. Y más aún porque todos la esperaban con lo que llevaba para iniciar a cenar.
Pese a todo hicimos la llamada. Hay que decirlo de una forma clara: los protocolos de atención del 911 son obsoletos.
No lo creo, no lo imagino, no lo supongo. Lo experimenté.
Tantas preguntas tontas en un pequeño rato. Entiendo que hay muchos ociosos gastando bromas a los rescatistas, pero los operadores de 911 deben tener el criterio y advertir el tono de voz de los verdaderos solicitantes.
Ellos son los expertos, que atiendan todas estas deficiencias.
Les pongo un ejemplo: Le dije a la operadora que una joven con discapacidad auditiva había sufrido la picadura de un alacrán.
La operadora me preguntó: ¿Cómo se llama la muchacha? Y yo le contesté: No sé, ella no habla, se lo acabo de explicar a usted.
Todavía peor. La operadora me preguntó cómo se siente la muchacha y me vi en la penosa necesidad de enojarme; y contestarle que no sabía, porque ella no hablaba y por lo que yo estaba viendo, Velia Yulissa necesitaba de atención urgente.
Expliqué perfectamente a la operadora del 911, que la víctima se encontraba tirada en la acera de la calle principal de la colonia Buenos Aires, junto a una gasera, a unos metros de una tienda de conveniencia y ella me pidió más detalles.
¿En serio? ¿Más detalles? Era más fácil que uno se montara a la ambulancia y conducirla hasta el lugar de los hechos.
Le pedí a la recepcionista que avisara también a la despachadora de la policía municipal porque lo que necesitaba la joven era un traslado de emergencia.
En todos los minutos que perdí explicando detalles a la despachadora de 911, Velia Yulissa empezó a convulsionarse, lloraba a borbotones, nos daba a entender que le punzaba fuertemente el corazón y de la nariz le escurría sangre.
Decidí colgarle a la operadora porque llamarle había sido una pésima idea además que era una total pérdida de tiempo, para un momento en que una persona se encuentra entre la vida y la muerte.
Lulú consiguió un cordón de zapatos, le hizo un torniquete al muslo de Yulissa, esperamos a la Cruz Roja unos segundos, pero ella no tenía más tiempo. Se desvanecía de vez en vez, al tiempo que se destrozaban nuestros nervios y se disparaba la desesperación.
El cochinero de servicio que ofrece el número de emergencias sólo es comparable a la pobreza de la Cruz Roja.
Así como lo leen. Un operador de Cruz Roja me habló porque desde el 911 le habían informado que yo tenía una emergencia.
Siéntense bien para leer esto. El representante de Cruz Roja me hablaba plácidamente -desde no sé qué lugar- para notificar que no irían por Velia Yulissa porque no tenían ambulancias disponibles.
Cuando este sujeto de Cruz Roja habló, entre mi vecina Lulú y yo, ya habíamos movido a la joven. Fui por mi carro, lo llevé en reversa hasta donde ocurrieron los hechos, subimos a Velia Yulissa y conducía a toda velocidad hacia la Cruz Roja.
Hacía cambio de luces, pedía ayuda a cuanta patrulla me encontré y muchos metros antes de llegar a nuestro destino, la joven empezó a botar en el asiento del copiloto.
Como lo leen: Velia Yulissa estaba sucumbiendo ante el veneno de aquel alacrán.
Imprimí más velocidad a mi viejo automóvil, una patrulla me seguía, aclaro, no para ayudarnos, sino para multarnos.
El motor de mi viejo carro rugía como un león ya retirado de la cacería, pero aún se movía con rapidez y precaución entre los demás coches.
Si este quien les escribe y Lulú, mi vecina, la pasamos mal, imaginen a Velia Yulissa.
Después de llevarme todos los semáforos en rojo y los altos, arribamos a Cruz Roja. Los jóvenes allí presentes, supuestamente, mejor adaptados a las emergencias, actuaron con más calma que un ajedrecista a punto de hacer una movida que le daría la victoria en un torneo mundial.
Los rescatistas fueron tan lentos, como si alguien los castigara por responder de manera rápida y efectiva. Lo preciso no hicieron nada con Velia Yulissa, la tuvieron que trasladar -casi con flojera- al Hospital General de Nogales, con el justificante de que en aquel nosocomio sí había medicamentos.
La Cruz Roja de Nogales no tiene ni una aspirina y menos tienen la empatía para actuar con eficacia en un caso como éste.
Se advierte su ignorancia para atender casos con pacientes discapacitados, pero la intención del escrito no es denostar sino motivar la reflexión.
¿Cómo es que nosotros, unos completos ajenos a las emergencias, atendimos hasta donde pudimos a Velia Yulissa y los rescatistas son tan pocos empáticos y efectivos en estas circunstancias?
Desearía ahondar en detalles, pero mi intención no es demeritar a la inoperante Cruz Roja sino elevar un llamado de rescate para la benemérita institución.
¿Hasta cuándo podrán ofrecer un servicio eficaz? Es La Siguiente Pregunta-
Queridos lectores, enumeren ustedes todo lo que está mal en este caso. Una joven casi pierde la vida en esta larga serie de irregularidades.