Un simple cambio de asiento lo salvó de morir: El vuelco de un autobús en la madrugada que cambió vidas para siempre

Por Lorenza Sigala
Era de madrugada, esa hora en la que el mundo se encuentra entre el sueño profundo y el primer rayo de sol. El autobús de la línea Tufesa avanzaba por la carretera entre Guaymas y Hermosillo, silencioso, con la mayoría de sus pasajeros dormidos. La oscuridad reinaba afuera. Nadie imaginaba que, en cuestión de segundos, todo cambiaría.

Jesús (nombre modificado por seguridad) recuerda un solo instante: el golpe. Nada más. Estaba dormido. No hubo advertencias, ni gritos previos. Sólo un estruendo brutal, seguido por el sonido de metal desgarrándose y cuerpos sacudidos con violencia.

“El impacto me sacó del sueño. No entendía nada. Sólo recuerdo que me levanté como pude y salí por la ventana del chofer…”, relató, aún con la voz temblorosa.

Jesús no viajaba acompañado. Estaba solo, pero en el caos, no lo pensó dos veces para ayudar a otros. Dentro del autobús destrozado, entre asientos retorcidos y vidrios rotos, encontró a varias personas atrapadas, desorientadas. Afuera, la noche seguía siendo espesa, aunque el silencio ya había sido roto por sirenas que se acercaban con urgencia.

“El trabajo de la Cruz Roja fue admirable. Rápido, eficiente… parecían multiplicarse. De verdad, una labor que merece reconocerse”, dijo con profunda gratitud.

Pero fue otro testimonio el que dejó helados a muchos: el de José (nombre también cambiado), otro de los sobrevivientes, cuya vida pudo haberse apagado si no hubiera cedido su lugar a una pasajera minutos antes del accidente.

“Me cambié de asiento buscando más espacio, quería ir más cómodo. Estaba al frente del camión. Pero una joven me pidió el lugar porque ese era el suyo… y pues le dije que sí. Volví a mi asiento original, cuatro filas atrás, del lado izquierdo”, narró, con los ojos húmedos.

Ese simple gesto —aparentemente sin importancia— marcó la diferencia entre la vida y la muerte. José cree que la joven que ocupó ese asiento no sobrevivió.

“Es algo que me duele… cuesta entender. Si no me hubiera cambiado, tal vez yo no estaría aquí contando esto”, dijo en voz baja, como si todavía tratara de convencerse de que fue real.

Ambos hombres describieron una escena que parecía sacada de una película: luces parpadeando, gritos, sangre, gente atrapada. Algunos lloraban. Otros ni siquiera se movían. Los minutos posteriores al accidente se volvieron eternos, pero también fueron cruciales. Quienes podían moverse, ayudaron. Los demás, sólo esperaban.

El autobús, que había salido de Culiacán rumbo a Nogales con cerca de 20 pasajeros, quedó volcado a un costado del kilómetro 234. Las causas exactas del siniestro aún se investigan, pero versiones iniciales apuntan a una posible distracción del conductor o la intervención de otro vehículo.

“Me siento afortunado. No hay otra palabra. Ver todo eso y seguir aquí… es un milagro. Lamento mucho las vidas que se perdieron, pero yo estoy vivo gracias a algo tan simple como cambiarme de asiento”, confesó José, con la voz quebrada.

Para muchos, el accidente fue el final de un trayecto. Para los sobrevivientes, fue el inicio de algo más profundo: el entendimiento de lo frágil que puede ser la vida, y lo poderosa que puede ser una decisión tan sencilla como ceder un lugar.

Hoy, mientras las autoridades intentan esclarecer lo ocurrido, quienes sobrevivieron cargan con imágenes imborrables y una sensación difícil de describir. No es sólo miedo. Es esa mezcla extraña de dolor, suerte y una gratitud silenciosa que sólo entienden quienes, de alguna manera, volvieron a nacer después del golpe.

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