Lorenza Sigala / MO
PITIQUITO. La cima no ofrecía redención. Solo sol, piedras calcinadas y silencio. Tras una caminata de más de una hora —trepando entre espinas, pendientes agresivas y el olor seco de un cerro que ya había ardido— el hallazgo no sorprendió. El horror estaba anunciado con el aroma a muerte en el ambiente.
Ahí, entre trincheras negras por el fuego y casquillos de grueso calibre, el colectivo Buscadoras por la Paz Sonora localizó lo que un año atrás fue punto de vigilancia criminal. También encontró restos humanos. Varios. Al menos nueve.
Restos que aún vestían pantalones tácticos, como si hubieran muerto en formación protegiendo su guarida. Restos que aún guardaban, en los bolsillos, nombres y teléfonos. Un intento final por no desaparecer del todo. Un rastro mínimo de humanidad en medio de la barbarie.
EJECUTADOS Y CASI… OLVIDADOS
Los cuerpos no estaban completos. Todos fueron decapitados. Las cabezas no estaban en el sitio. Los restos estaban dispersos, degradados por el tiempo, el fuego y los animales carroñeros. Algunos -unos pocos- huesos yacían entre basura derretida y piedras ensangrentadas por el pasado. Otros, más abajo, habían sido arrastrados por la fauna a zonas donde el fuego no alcanzó.
En medio de la devastación, uno de los restos portaba una placa intramedular con número de serie aún visible, posiblemente correspondiente a un joven desaparecido desde 2024. Las demás identificaciones eran precarias: nombres escritos en papeles, doblados con cuidado y guardados como una especie de testamento silencioso. En los que se leían los nombres “Daniel” y “María Laura”.
El lugar había sido señalado meses atrás, en diciembre, mediante un mensaje anónimo que incluía coordenadas precisas. “Ahí dejaron los cuerpos”, decía el texto. Pero no fue sino hasta julio que se subió al sitio en una búsqueda formal debido a la inseguridad de la zona.
EVIDENCIAS QUE SE QUEMARON
Semanas después del presunto enfrentamiento que habría originado esas muertes, elementos de la Policía Estatal subieron al mismo punto. No reportaron restos humanos pues no los vieron. Pero sí cumplieron otra orden: destruir el lugar. Incendiaron trincheras, quemaron estructuras, se llevaron armas y casquillos, y dejaron que el fuego arrasara con todo.
No iban a buscar. Iban a inutilizar. A desmontar el punto y pasaron sin ver.
EL DIPO: TIERRA TOMADA, PUEBLO HUIDO
La violencia en Félix Gómez, mejor conocido como “El Dipo”, no es nueva. En abril de 2024, al menos 50 hombres armados descendieron del monte y tomaron el poblado. Iban drogados, deshidratados, delirantes. Ocuparon casas, golpearon puertas, desaparecieron a Manuel Octavio Velázquez Bojórquez, un adulto mayor. El pueblo nunca se recuperó. Muchos huyeron. Algunos siguen desaparecidos.
Desde entonces, los cerros que rodean a “El Dipo” dejaron de ser monte y pasaron a ser territorio de guerra. El punto encontrado esta semana no era único. Hay más. Son rutas, estaciones, cementerios clandestinos al aire libre, donde el desierto devora lo que queda y el silencio encubre lo que pasó.
LO QUE EL GOBIERNO NO VE
La narrativa oficial insistió el 28 de enero del 2025, en las instalaciones del C5i en dar a conocer los resultados de los ciclos productivos en pro del fortalecimiento de la ganadería, minería, agricultura, actividades cinegéticas entre otras, garantizando su desarrollo en un entorno seguro, sin embargo, aquel día no se reportaron víctimas de esas acciones.
Asimismo, no se reportaron hallazgos. Que no había rastros de enfrentamientos mayores. Pero lo encontrado contradice todo eso. Lo que había en esa cima no era un campamento abandonado. Era una fosa extendida, con zonas carbonizadas, donde la muerte humeó.
El crimen organizado dejó su firma: estructuras metálicas derretidas, cables de comunicación chamuscados, mochilas tácticas deshechas por el fuego, casquillos .50 de fusil Barrett, armas diseñadas para atravesar blindajes. Todo eso estaba ahí. Nadie lo documentó oficialmente. Hasta ahora.
LA DIGNIDAD, A PIE Y BAJO EL SOL
Mientras el Estado voltea la mirada, las buscadoras siguen subiendo cerros. Saben que ahí están. No necesitan credenciales forenses para detectar una fosa. Les basta el presentimiento, el olor o la manera en que huele el aire cuando pasa sobre huesos secos.
No buscan culpables —no porque no los haya—, sino porque la urgencia es otra: recuperar lo que queda de sus hijos. Darles un lugar donde llorarlos. Sacarlos del olvido, aunque sea hueso por hueso.
Hoy, los restos están bajo resguardo forense. Pero las cabezas siguen sin aparecer. Y con ellas, la posibilidad de identificar plenamente a las víctimas. Alguien, en algún lado, las conserva. Quizá como trofeo. Quizá como advertencia.
UN INFIERNO SIN FONDO
En esta guerra sin frentes definidos, los únicos que no se rinden son quienes no empuñan armas. Las madres. Las hijas. Las hermanas. Las que, aun sabiendo que subirán a ver la muerte, siguen escalando.
Porque en esta tierra, la justicia es una cima a la que no todos quieren llegar. Pero ellas sí.


