23.2 millones de kilómetros cuadrados. Eso es lo que mide hoy el agujero de la capa de ozono, según las últimas estimaciones de la NASA y la NOAA. Es, por si hay alguna duda, una noticia sensacional. Después del susto de 2021, los datos son mejores que los del año pasado y continúan la tendencia general a la baja de los últimos 30 años.
La lucha contra el agujero de ozono pasa por ser uno de los esfuerzos internacionales más exitosos de la historia de la defensa del medio ambiente. ¿Por qué no conseguimos aprender de este éxito para frenar las emisiones de CO2 y, con ellas, el cambio climático?
El problema de la capa de ozono. Desde que el químico mexicano Mario Molina descubriera que los clorofluorocarbonos podían destruir el ozono de la atmósfera hasta que se descubrió que la capa de este gas (la porción de la estratosfera que protege a nuestro planeta de los rayos ultravioleta) estaba desapareciendo pasó más de una década.
Pero, cuando se consiguió demostrar, nadie pudo ponerse de perfil: por un lado, se estaba formando un enorme agujero sobre la Antártida; por el otro, teníamos más de un siglo de mediciones que confirmaban la misma idea: sin la capa de Ozono tendríamos un serio problema con el Sol.
En 1987, la conferencia de Montreal prohibió los clorofluorocarbonos (CFCs). Con un éxito incontestable, no está mal recordarlo. Si no hubiéramos hecho nada, el agujero sería un 40% mayor que en 2008 y dejaría 25 millones de kilómetros cuadrados expuestos a la luz ultravioleta del sol. En cambio, con sus más y sus menos, la tendencia ha sido a la baja: la capa de ozono se ha ido haciendo cada vez más pequeña.