Por Lorenza Sigala
Hermosillo. Apenas pasaban las 5:44 de la mañana cuando el sonido agudo de las sirenas reventó el silencio de la ciudad. Era Día del Trabajo, pero en Hermosillo no hubo descanso. Un voraz incendio de proporciones colosales estaba comenzando a consumir un predio ubicado sobre la calle Salamanca y Rosario de Piedra, en la colonia Las Amapolas.
El reporte inicial indicaba que ardían tarimas, pero al llegar, los bomberos descubrieron que aquello no era un fuego común: Era el infierno mismo.
Al frente del predio, las primeras llamas ya trepaban por los muros y consumía pilas de tarimas de madera. Pero la verdadera amenaza estaba al fondo: cuatro hectáreas con más tarimas apiladas listas para recibir el fuego que devoraba todo a su paso.
Las pilas de madera de hasta siete metros de altura, se alineaban como fichas de dominó listas para arder. El fuego avanzaba con rapidez, hambriento. Y entre los pasillos del negocio, bidones cargados de combustible aguardaban su turno para estallar.
Los bomberos de Hermosillo, pertenecientes a tres de las cuatro estaciones activas de la capital, se lanzaron a la batalla sin tregua. Algunos acudieron en sus vehículos oficiales; otros, los que estaban en descanso, llegaron en carros particulares, convocados por el deber, por la urgencia y por la vocación. No hubo espacio para dudar. Las llamas no dan tiempo.
La escena era sobrecogedora. Las torres de madera ardían como antorchas gigantes. El calor era insoportable. Las explosiones comenzaron pronto: el fuego alcanzó los bidones de hidrocarburo, que estallaron uno a uno con violencia, lanzando llamas al aire y escombros encendidos a los alrededores.
En medio de ese caos, al menos tres bomberos resultaron heridos por el fuego se las violentas explosiones. Fueron trasladados de inmediato para recibir atención médica, dejando tras de sí el humo y la ceniza de un combate que no parecía tener fin.
La columna de humo se elevó por encima de los edificios y fue visible desde casi cualquier punto de Hermosillo y se mantuvo hasta casi el medio día. Muchos despertaron sin saber que, a pocos kilómetros, decenas de bomberos estaban jugándose la vida entre llamaradas que parecían no tener control. A esa hora, mientras otros desayunaban en casa o se alistaban para celebrar el feriado, los trajes de protección se empapaban en sudor y los rostros se tiznaban de negro.
La lucha contra el fuego lleva ya más de cuatro horas y media. Cuatro horas de maniobras, de arriesgar cada paso, de abrir brechas en un terreno encendido. Los relevos son mínimos, el cansancio es profundo, pero nadie baja los brazos.
Hoy, primero de mayo, además de discursos y desfiles. Hubo trabajo que se escribió con agua a presión, con quemaduras, con humo en los pulmones y con botas humeantes. El fuego no da tregua, pero Hermosillo tampoco se rinde.
Y mientras la ciudad observa desde lejos la nube espesa que cubre el cielo, un grupo de hombres y mujeres se adentró en las llamas, con una sola meta: extinguir el infierno.