Lorenza Sigala / MO

El kilómetro 2+300 de la carretera 36 Norte no está lejos de la ciudad, pero esa tarde pareció estar en otro mundo. Uno donde las palabras no alcanzan, donde los sentidos se confunden y la indignación lo cubre todo como una nube espesa. Ahí, junto a un mezquite que apenas daba sombra, estaban ellas: tres niñas tendidas en la tierra, abrazadas entre sí, como si aún intentaran protegerse del espanto.
Las dos mayores envolvían con sus brazos a la más pequeña. Un gesto de ternura que sobrevivió al terror. Estaban recostadas sobre una toalla blanca, como si alguien hubiera intentado darles algo de dignidad antes del final… o quizá, simplemente, estaban dormidas cuando los estruendos del infierno llegaron.
A su alrededor, la escena era desoladora. Tierra seca, monte bajo y restos de violencia sin disfraz. Cerca de los cuerpos, personal forense localizó varias vainas percutidas compatibles con un rifle de alto poder, de grueso calibre, que, de acuerdo a expertos en armamento pudieran ser de R-15, Ak-47, M4 o M16. Una ejecución. Un ataque directo. Una furia impensable dirigida contra tres indefensas menores.
Al principio, la información era escasa y confusa. Se decía que podrían ser originarias del poblado Miguel Alemán, una comunidad marcada por la desigualdad y la omisión institucional. Donde los niños, tantas veces, no cuentan. Donde las infancias son vulnerables y olvidadas. Nadie parecía buscarlas. Nadie había preguntado por ellas.
Pero yo las vi. Y lo que vi me quebró.
Llevo más de quince años cubriendo todo tipo de hechos. Me ha tocado estar frente a tragedias, escuchar llantos que se te meten en el cuerpo, mirar escenas que preferirías no recordar. Pero nunca algo me había dolido como esto. Verlas juntas, inertes, abrazadas… fue como mirar el límite último de la injusticia.
Días antes, su madre había sido localizada sin vida a poco más de un kilómetro de distancia. También asesinada. También con señales de violencia extrema. Otra víctima de un feminicidio que parece calcado de tantos otros: saña, humillación, desprecio. A ella la mataron primero, pero no se llevaron a las niñas de inmediato. Quizá ellas quedaron ahí, esperando. Quizá no entendieron que su vida ya estaba en cuenta regresiva.
Tal vez aquella noche de miércoles 2 de julio se recostaron a descansar bajo el mezquite sobre esa toalla. Tal vez pensaron que mamá regresaría. Tal vez aún creían que había lugar para el consuelo. Y entonces vinieron los disparos.
Como periodista, intento mantener la cabeza fría. Narrar con precisión. Ser testigo sin perder el enfoque. Pero ese día me ganó el cuerpo. Me cegó la rabia. Me ahogó la impotencia. Porque lo que vi no eran solo víctimas, eran hermanas. Un lazo que ni la violencia pudo romper. Su abrazo fue su último acto de amor. Su resistencia final ante un mundo que les falló desde todos los frentes.
Hoy escribo para que no se olvide. Para que sus nombres, cuando los sepamos, no se borren. Para que su historia no quede sepultada bajo la maleza. Porque el silencio sería una segunda muerte. Y porque hay crónicas que no son solo parte del trabajo, sino parte de quien las escribe.
Hay coberturas que terminan cuando se apagan las cámaras o se entrega la nota. Y hay otras que se te quedan dentro. Se incrustan en lo más hondo, como un grito mudo que no cesa y comprendí que hay límites que el horror no respeta y heridas que no cicatrizarán nunca.

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